lunes, 11 de mayo de 2015

Desamparados

Desde que en 2007 se inició la fase de caída libre del dislate financiero, la indignación con los gobiernos en el Sur de Europa no ha hecho más que crecer. Antes era un asunto menor, pero ahora la corrupción es uno de los mayores problemas percibidos por los españoles. No indagaremos en las razones, no es cuestión de meter más de la cuenta el dedo en la llaga. La correlación no implica causalidad, ya se sabe, pero es curioso ver cómo algunos datos se entrelazan.

    Los de la generación del noventa crecimos con la idea en la cabeza (o nos la implantaron) de que el Estado y sus representantes estaban por nosotros. El Estado del Bienestar se encargaba de las tareas dificultosas de la gobernación y los tejemanejes económicos y nosotros a lo nuestro: crecer, estudiar, trabajar, y endeudarnos en coche y piso. El Estado como una especie de pater familias infalible. No sé cuántos se lo creyeron, pero sé decir que mi entorno y yo nos la tragamos pero bien.

    Se acabó la expansión crediticia y vinieron los problemas, claro. El paro estructural, la pobreza y la crisis. No es un cuento que tenga que contar yo, se lo sabe todo el mundo. Unos con matices de un color y otros con otra tiza, pero el tema se conoce. Y nos dimos cuenta de que, vaya contrariedad, el Estado no estaba trabajando por nosotros, sino contra nosotros, o en el más suave de los casos, a pesar de nosotros. Una de las consecuencias más penosas de esta crisis es ver cómo un montón de adultos se preguntan, desconsolados, qué van a hacer con sus vidas ahora que no pueden confiar en los poderes públicos, e indignándose de que los políticos, los banqueros, y las altas esferas del país (incluidas viejas glorias de la política nacional) se lo están llevando crudo. A ver cómo le explico a mis hijos de que no tienen que fijarse en el tertuliano, sino en el ingeniero, y todo eso. Un discurso legítimo, pero un tanto pueril.

    Leemos con frecuencia en blogs y prensa artículos de ciudadanos cabreados porque resulta que el Estado les está quitando un tanto por ciento de sus ganancias bien sudadas y trabajadas sin que nadie les ayude. Los autónomos y pequeños empresarios se dan cuenta, de repente, de que les están mangando cantidades enrojecedoras del fruto de su trabajo. Es que claro, no se habían percatado de esto hasta que se han puesto en marcha recortes y leyes para mantener los privilegios de una clase política que ha estado viviendo muy bien a su costa, repartiendo las sobras de la cena para aparentar que estábamos viviendo en un país moderno y rico; antes por lo menos, se generaba riqueza suficiente para aparentar que la riqueza se quedaba en el país, cuando se estaba yendo a Suiza, a Andorra y a financiar proyectos públicos ridículos. Y ahora resulta que el Estado nos ha desamparado.

    No. El Estado está contra nosotros como siempre, sólo que ahora lo está abiertamente. Porque la clase dirigente se está jugando su propia supervivencia, y no le importa un bledo la sanidad, la educación, la pensión o el paro mientras pueda seguir costeándose los trajes, los Mercedes y lo que es más importante: la posición de poder. Está claro a quién le importa y a quién no le importa la educación; pero más importante es no ser ingenuo, y saber que los que tienen la sartén por el mango no son los primeros. Y así con todo: la falta de médicos, de profesores, y la carestía general que se vive en este país no es una enfermedad transitoria, no es un fallo estructural, es el precio de los privilegios de unos pocos. Esos que nos dejan desamparados, por la simple razón de que no les interesa lo que le pase a los que están abajo.

    No podemos seguir sintiéndonos más desamparados, no deberíamos ser siempre la parte débil del juego. Estar desamparado implica la necesidad de ser protegido, y yo no quiero que me protejan. O al menos, no que me protejan por caridad. Prefiero ser adulto con todas las consecuencias que ello trae; esta semiadolescencia nos trae más problemas que soluciones.

- José María

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